Ibán de león (oaxaca, 1980)
Nació en Río Grande, Oaxaca, en 1980. Estudió una Licenciatura en Letras Hispánicas. Fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Morelos (2004) y de la Fundación para las Letras Mexicanas (2009-2011). Se ha desempeñado como editor y corrector de estilo en diarios e instituciones educativas. Escribió durante dos años una columna para la revista Conspiratio. Ha ganado algunos concursos literarios, entre ellos el Premio Nacional de Poesía Sonora 2011.
Los ebrios
Tienen una excesiva necesidad del mundo,
por eso lo abandonan
y buscan los días que se alargan a través de las copas.
En los ojos les brilla, como moneda gastada,
una piedad incorruptible
que les permite amar el más pequeño contacto:
la palmada en el hombro, el roce de una pierna,
un saludo furtivo.
Prefieren un burdel a la quietud de un parque,
rodearse de ladrones en lugar de sus hijos,
y el amor lo suplen con caricias
que a veces cuestan más de lo que pueden dar.
Olvidan fácilmente fechas importantes,
pero siempre recuerdan
a gente que han visto,
en la mesa de un bar,
una vez en su vida, el “no llores, mira,
te invito otra cerveza”.
Zigzaguean en las banquetas,
buscando en las esquinas un descanso que no llega,
porque a ellos les han sido negadas
las camas y las sábanas limpias del hogar.
Con el amanecer les viene una lucidez de niños que recuerdan
los juguetes perdidos
inexplicablemente
y que extrañan hasta las lágrimas
porque saben, en el fondo,
que no volverán a verlos.
El pasado es su tiempo más preciso,
en él han depositado
aquello que los protege de la muerte:
un cuaderno de escuela,
una fotografía de juventud,
un puñado de canicas.
Volver a casa los tortura,
pues ahí la realidad se exhibe
como el futuro del que se reconocen extranjeros.
Están hechos de astillas,
de calcáreas escamas,
y ante nosotros pueden disolverse
—escapistas maltrechos--
y borrarse del mapa.
Pero aman al prójimo, y el más pequeño contacto
suscita el asombro en sus rostros ajados,
entonces regresan, no se sabe a dónde ni de dónde,
con la piedad brillando en el cristal de sus ojos
como una moneda que ha perdido el valor
pero conserva intacto el peso del metal.
Tienen una excesiva necesidad del mundo,
por eso lo abandonan
y buscan los días que se alargan a través de las copas.
En los ojos les brilla, como moneda gastada,
una piedad incorruptible
que les permite amar el más pequeño contacto:
la palmada en el hombro, el roce de una pierna,
un saludo furtivo.
Prefieren un burdel a la quietud de un parque,
rodearse de ladrones en lugar de sus hijos,
y el amor lo suplen con caricias
que a veces cuestan más de lo que pueden dar.
Olvidan fácilmente fechas importantes,
pero siempre recuerdan
a gente que han visto,
en la mesa de un bar,
una vez en su vida, el “no llores, mira,
te invito otra cerveza”.
Zigzaguean en las banquetas,
buscando en las esquinas un descanso que no llega,
porque a ellos les han sido negadas
las camas y las sábanas limpias del hogar.
Con el amanecer les viene una lucidez de niños que recuerdan
los juguetes perdidos
inexplicablemente
y que extrañan hasta las lágrimas
porque saben, en el fondo,
que no volverán a verlos.
El pasado es su tiempo más preciso,
en él han depositado
aquello que los protege de la muerte:
un cuaderno de escuela,
una fotografía de juventud,
un puñado de canicas.
Volver a casa los tortura,
pues ahí la realidad se exhibe
como el futuro del que se reconocen extranjeros.
Están hechos de astillas,
de calcáreas escamas,
y ante nosotros pueden disolverse
—escapistas maltrechos--
y borrarse del mapa.
Pero aman al prójimo, y el más pequeño contacto
suscita el asombro en sus rostros ajados,
entonces regresan, no se sabe a dónde ni de dónde,
con la piedad brillando en el cristal de sus ojos
como una moneda que ha perdido el valor
pero conserva intacto el peso del metal.