Leonardo Iván Martínez (Distrito Federal, 1982)
Leonardo Iván Martínez (Ciudad de México, 1982) Poeta y ensayista. Egresado de la Licenciatura en Estudios Latinoamericanos de la UNAM. He realizado lecturas de su obra poética en México, Cuba y Colombia. Textos suyos aparecen en revistas electrónicas e impresas como Palabras malditas, La otra poesía, Péndola, Círculo de Poesía, Punto de Partida y Casa del tiempo. Es colaborador de la Revista Cronopio de Medellín, Colombia. Es autor del poemario El Huerto y la ceniza, editado por el Instituto Mexiquense de Cultura en 2012.
Bonzo
¿Qué razón, Señor, para el incendio de mi carne?
¿Qué funeral, Señor, me espera
si ya en ceniza se ha tornado tanta furia?
Anoche desperté con comezón entre los labios
e imaginé una chispa reclamando su salida.
Confieso que esta noche he llorado
sin una sola lágrima en el rostro,
que mi alarido yace fermentado en tanta espera.
He puesto las cosas en su sitio:
que mi nombre
más allá del vecindario no se escuche,
que mis asiduas ebriedades
no avergüencen a los míos.
Anoche,
un vaso de agua,
una cerveza robada en la nevera,
un crisantemo en la solapa rogándome quietud
tomaban turno para un desfiladero.
Se acumulaban ya las pajizas ramas
en mis poros
y de mi ventana abierta,
del aire, de mis dedos,
de cada miligramo se escapaba la cordura,
entre el cortejo fúnebre de pájaros
turbados de epidemia.
Movido fui por su resoplo hacia la fragua,
pedernal ardiente donde se nombra a la figura
por el número de golpes que recibe.
Y continuó mi rostro siendo
la delgada lámina en el yunque:
ese rojizo cúmulo de polvo
transitado por la incendiada escarcha
–cegado por el sino del destierro,
hundido en esta banca donde llamo
a la legión
de ojos expectantes que me cubre–
ya no quepo,
juro que no quepo en tanta brasa.
Levantó la tarde su estampida de campanas
y sobre el cielo se ofició el litúrgico derrumbe de metales,
de cóncavos helados y fundidos en la altura,
donde la pluma se desangra
al más mísero contacto con el hierro.
Y entonces la flama apareció.
El rojizo tajo con el filo de horizonte se incendió,
como suelen incendiarse los pájaros
después de tanta marcha.
Mi corazón, un ruiseñor ardiente, cantaba cada flama
en expansiva orquesta.
¿Acaso no era ya mi corazón la terquedad de un santo,
la inasible soledad, un desgarrado aliento?
No fui sino la quinta parte de mi sombra
la que cubrió mis huesos,
la que hoy mismo se derrumba en medio de la plaza.
Y ahora que me incendio,
dime tú, Señor,
si me confundo con el sol:
¿hallarán consuelo mis carnes después de tanta llama?
¿Qué funeral, Señor, me espera
si ya en ceniza se ha tornado tanta furia?
Blues por Janis
Observo en soledad tu música, Janis
y mis pupilas se dilatan,
se vuelven largas nubes de heroína,
cabalgando en un Mercedes Benz.
Kurt Cobain envuelve Seattle
Con la amargura de un vaso de whisky
amanece Seattle sin tus pasos.
La pesada sombra de tu mujer
ha cincelado con la escopeta
el epitafio de un rubio niño
que por las noches
olvidaba cepillarse la melena.
¿Qué razón, Señor, para el incendio de mi carne?
¿Qué funeral, Señor, me espera
si ya en ceniza se ha tornado tanta furia?
Anoche desperté con comezón entre los labios
e imaginé una chispa reclamando su salida.
Confieso que esta noche he llorado
sin una sola lágrima en el rostro,
que mi alarido yace fermentado en tanta espera.
He puesto las cosas en su sitio:
que mi nombre
más allá del vecindario no se escuche,
que mis asiduas ebriedades
no avergüencen a los míos.
Anoche,
un vaso de agua,
una cerveza robada en la nevera,
un crisantemo en la solapa rogándome quietud
tomaban turno para un desfiladero.
Se acumulaban ya las pajizas ramas
en mis poros
y de mi ventana abierta,
del aire, de mis dedos,
de cada miligramo se escapaba la cordura,
entre el cortejo fúnebre de pájaros
turbados de epidemia.
Movido fui por su resoplo hacia la fragua,
pedernal ardiente donde se nombra a la figura
por el número de golpes que recibe.
Y continuó mi rostro siendo
la delgada lámina en el yunque:
ese rojizo cúmulo de polvo
transitado por la incendiada escarcha
–cegado por el sino del destierro,
hundido en esta banca donde llamo
a la legión
de ojos expectantes que me cubre–
ya no quepo,
juro que no quepo en tanta brasa.
Levantó la tarde su estampida de campanas
y sobre el cielo se ofició el litúrgico derrumbe de metales,
de cóncavos helados y fundidos en la altura,
donde la pluma se desangra
al más mísero contacto con el hierro.
Y entonces la flama apareció.
El rojizo tajo con el filo de horizonte se incendió,
como suelen incendiarse los pájaros
después de tanta marcha.
Mi corazón, un ruiseñor ardiente, cantaba cada flama
en expansiva orquesta.
¿Acaso no era ya mi corazón la terquedad de un santo,
la inasible soledad, un desgarrado aliento?
No fui sino la quinta parte de mi sombra
la que cubrió mis huesos,
la que hoy mismo se derrumba en medio de la plaza.
Y ahora que me incendio,
dime tú, Señor,
si me confundo con el sol:
¿hallarán consuelo mis carnes después de tanta llama?
¿Qué funeral, Señor, me espera
si ya en ceniza se ha tornado tanta furia?
Blues por Janis
Observo en soledad tu música, Janis
y mis pupilas se dilatan,
se vuelven largas nubes de heroína,
cabalgando en un Mercedes Benz.
Kurt Cobain envuelve Seattle
Con la amargura de un vaso de whisky
amanece Seattle sin tus pasos.
La pesada sombra de tu mujer
ha cincelado con la escopeta
el epitafio de un rubio niño
que por las noches
olvidaba cepillarse la melena.