Afhit Hernández Villalba (Morelos)
Afhit Hernández Villalba, oriundo de Tlaquiltenango, Morelos, radica ahora en Cuernavaca. Estudio Humanidades en la UAEM Realizó estudios de Maestría sobre literatura clásica y sigue dedicándose al estudio de las letras ahora en el doctorado de literatura mexicana en la UNAM. Ha publicado los libros de poemas Los placeres y las ruinas, Cuerpo interrumpido y León Alado y ha participado en varias antologías poéticas del país, siendo la más reciente Cruce de peatones Estaciones presentidas. Actualmente es profesor de literatura y español.
Venía de dejar atrás la lluvia.
Manejaba por la carretera y alcancé un cargamento de rosas.
A ambos lados del camino,
crecían los plantíos de flores que se cortan todas las mañanas
y mujeres tristes y secas las venden,
tendidas bajo los fragantes manojos,
rodeadas de niños frágiles,
morenos,
que crecen como sus rosas, en este lugar donde azota el sol.
Y entonces, el carro aquel pierde el control,
se sale momentáneamente de la carretera,
da un salto al pasar sobre una piedra que parece un hombre muerto
y violentamente vuelve al camino.
Brincan los manojos de flores.
Y las de la superficie, las que no estaban aprisionadas por el dulce peso de las otras,
flotaron un momento.
Soltaron miles de pétalos que venían a estrellarse contra el vidrio de mi coche.
La visión duró un instante:
pétalos que llenaba la carretera,
pétalos en el aire que dejamos atrás de nosotros.
Como antiguos amantes, como placeres que ya no volverán.
Su vuelo encarnado lo devoró la boca del viento húmedo.
Venía de dejar la llovizna y el llanto.
Venía de dejar atrás la nube de pétalos perfumados
donde se gravó la belleza de tu nombre por un instante.
A veces te imagino,
Igual a esa amante de Mussag-ag-Amastan,
la divina,
la intocable,
y quisiera ser yo el que te dice:
No has querido lucir ninguna joya sobre tu piel blanca.
Otras veces te veo,
como ven unos ojos cubiertos por el kohl:
con las vestiduras riquísimas,
los hilos de oro,
pequeñísimas piezas de marfil cincelado,
cubriendo tus piernas de mármol bruñido,
pero dejando el pecho descubierto.
Y tu esclava,
sin duda, una de tus amantes,
Embarka,
guarda tus tesoros y tus secretos en un cofre.
Y su oscura carne
perfumada de aceite
pone con sus adornos una sombra deslumbrante
en la sombra de tus pasos.
Esa esclava a la que llaman tu sombra.
Te veo tendida en el cojín targuí, rendida
-justo como lo dice ese poema-
ofreciéndote desnuda
a la diffa del amor.
Y quisiera tenderme sobre ti,
porque hay en ti más belleza
que en la tumba iluminada de todos los reyes.
Hay otros momentos distantes
en que el silencio te cubre como a los muchachos de los frescos.
Tan breve la cintura.
El pelo ondulante
-como olas pinceladas por algún pintor de Oriente-.
Se van y cortan lirios.
Portan cántaros con líquidos misteriosos.
O del toro, eres toda su fuerza,
la que arremete contra los muchachos
-los pugilistas, los príncipes,
los que ofrecen sus cuerpos
apenas cubiertos por el estuche fálico-.
Las islas.
Allí, la muerte.
Esos hermosos adolescentes que nunca existieron,
que se arrancan de la vida.
Al fondo, el mar,
el mismo que ahora permanece y moja
esa tierra donde sólo quedan ruinas
aún tan rojas como la sangre de los toros,
listas de ofrendas,
un ánfora de miel
consumida
por la Señora de los Laberintos.
Cercado de lirios,
de frutos de agua y sus fermentos.
Todas tus panteras mansas.
Verte desnuda es como estar frente a un tigre.
Señalado entre diez mil.
Poblaste tantos cuerpos en mi adolescencia.
Te ibas luego a tus desembocaduras,
largo igual al Nilo,
semejante a una enredadera de rosas
o lirios blancos,
mirtos, jazmines, azafranes frescos.
A atados de hierba limonada.
Cerezos y manzanos.
Todos los árboles del mundo florecidos.
Por ti, hemos dejado caer el alma alguna noche.
Una sola noche para tanto amor en medio del incendio.
Y yo,
abandonado como el último fruto,
amarrando el nudo que une la vida con la vida,
tengo la certeza de que moriré antes de haberte amado en todo.
Cae en ti la tarde toda.
El segundo contemplado en esta calle
me vuelca en la estera tendida dentro del corazón.
Pareciera que la vida nunca llega.
Eleva sus jardines.
Como un cargamento de violetas perdido entre el mar de Tracia.
Estas tempestades matan a los hombres como pájaros abatidos.
Cuánto luchan por mantenerse sobre tu palma blanca.
Y en este aquí recuerdo tanto la muerte.
Ese pacto de amor que hicimos bajo el manzano.
Veíamos tan sólo
una luz virgen, pétalo voluptuoso toda ella…
Luis Cernuda
Amor que se incendia con mis voces.
Amor, amor, que consume el quebranto y la pureza.
De lo sagrado y lo perdido.
Puso entre mis brazos una grana bermeja y parda
y en mi sexo,
una flama de león hecho cenizas.
Amor, el corazón de amor se quiebra.
Presta alas a lo crudo y putrefacto.
Es el mar que deja en la orilla, seda de oriente,
sin nadie en la lejanía para marcar su huella.
Es el cristal callado de lo triste
que cae como rayo de jazmín en su fragancia,
sólo para hacernos volver a la ribera
de aquel deseo ardiente que nos derrumbó la vida.
Amor como el regocijo de la espina.
Amor como una rabia que se acaba.
Tenso las tiras de su cuerpo desgarrado.
Trepo. Giro. Me precipito.
El grito es una cueva de la tierra,
se desprenden las bestias de su lecho.
¿Dónde cayó el esqueleto de los dandeliones?,
¿los crocos, los narcisos y su verticalidad divina?
Narcisos que caen sobre la tierra y de la tierra resucitan.
Trepo. Giro. Me precipito.
Abro los ojos,
y la noche deja de producir su fruta deliciosa.
Y más amor como la nieve,
como la muerte de un ciervo perseguido.
Se tiende el amor en la espesura.
Sobre mi cuerpo ahora valle puro para el olvido de mí mismo.
Sobre nuestro cuello que será sajado.
Lava que surge desde el ombligo, lava de mis laderas desfiladas.
Cuántos trabajos en la noche para llegar a ti.
Tú, tan infame y silencioso.
Brívido temido.
Y con la noche que se eleva,
verte partir con el cuerpo iluminado.
Manejaba por la carretera y alcancé un cargamento de rosas.
A ambos lados del camino,
crecían los plantíos de flores que se cortan todas las mañanas
y mujeres tristes y secas las venden,
tendidas bajo los fragantes manojos,
rodeadas de niños frágiles,
morenos,
que crecen como sus rosas, en este lugar donde azota el sol.
Y entonces, el carro aquel pierde el control,
se sale momentáneamente de la carretera,
da un salto al pasar sobre una piedra que parece un hombre muerto
y violentamente vuelve al camino.
Brincan los manojos de flores.
Y las de la superficie, las que no estaban aprisionadas por el dulce peso de las otras,
flotaron un momento.
Soltaron miles de pétalos que venían a estrellarse contra el vidrio de mi coche.
La visión duró un instante:
pétalos que llenaba la carretera,
pétalos en el aire que dejamos atrás de nosotros.
Como antiguos amantes, como placeres que ya no volverán.
Su vuelo encarnado lo devoró la boca del viento húmedo.
Venía de dejar la llovizna y el llanto.
Venía de dejar atrás la nube de pétalos perfumados
donde se gravó la belleza de tu nombre por un instante.
A veces te imagino,
Igual a esa amante de Mussag-ag-Amastan,
la divina,
la intocable,
y quisiera ser yo el que te dice:
No has querido lucir ninguna joya sobre tu piel blanca.
Otras veces te veo,
como ven unos ojos cubiertos por el kohl:
con las vestiduras riquísimas,
los hilos de oro,
pequeñísimas piezas de marfil cincelado,
cubriendo tus piernas de mármol bruñido,
pero dejando el pecho descubierto.
Y tu esclava,
sin duda, una de tus amantes,
Embarka,
guarda tus tesoros y tus secretos en un cofre.
Y su oscura carne
perfumada de aceite
pone con sus adornos una sombra deslumbrante
en la sombra de tus pasos.
Esa esclava a la que llaman tu sombra.
Te veo tendida en el cojín targuí, rendida
-justo como lo dice ese poema-
ofreciéndote desnuda
a la diffa del amor.
Y quisiera tenderme sobre ti,
porque hay en ti más belleza
que en la tumba iluminada de todos los reyes.
Hay otros momentos distantes
en que el silencio te cubre como a los muchachos de los frescos.
Tan breve la cintura.
El pelo ondulante
-como olas pinceladas por algún pintor de Oriente-.
Se van y cortan lirios.
Portan cántaros con líquidos misteriosos.
O del toro, eres toda su fuerza,
la que arremete contra los muchachos
-los pugilistas, los príncipes,
los que ofrecen sus cuerpos
apenas cubiertos por el estuche fálico-.
Las islas.
Allí, la muerte.
Esos hermosos adolescentes que nunca existieron,
que se arrancan de la vida.
Al fondo, el mar,
el mismo que ahora permanece y moja
esa tierra donde sólo quedan ruinas
aún tan rojas como la sangre de los toros,
listas de ofrendas,
un ánfora de miel
consumida
por la Señora de los Laberintos.
Cercado de lirios,
de frutos de agua y sus fermentos.
Todas tus panteras mansas.
Verte desnuda es como estar frente a un tigre.
Señalado entre diez mil.
Poblaste tantos cuerpos en mi adolescencia.
Te ibas luego a tus desembocaduras,
largo igual al Nilo,
semejante a una enredadera de rosas
o lirios blancos,
mirtos, jazmines, azafranes frescos.
A atados de hierba limonada.
Cerezos y manzanos.
Todos los árboles del mundo florecidos.
Por ti, hemos dejado caer el alma alguna noche.
Una sola noche para tanto amor en medio del incendio.
Y yo,
abandonado como el último fruto,
amarrando el nudo que une la vida con la vida,
tengo la certeza de que moriré antes de haberte amado en todo.
Cae en ti la tarde toda.
El segundo contemplado en esta calle
me vuelca en la estera tendida dentro del corazón.
Pareciera que la vida nunca llega.
Eleva sus jardines.
Como un cargamento de violetas perdido entre el mar de Tracia.
Estas tempestades matan a los hombres como pájaros abatidos.
Cuánto luchan por mantenerse sobre tu palma blanca.
Y en este aquí recuerdo tanto la muerte.
Ese pacto de amor que hicimos bajo el manzano.
Veíamos tan sólo
una luz virgen, pétalo voluptuoso toda ella…
Luis Cernuda
Amor que se incendia con mis voces.
Amor, amor, que consume el quebranto y la pureza.
De lo sagrado y lo perdido.
Puso entre mis brazos una grana bermeja y parda
y en mi sexo,
una flama de león hecho cenizas.
Amor, el corazón de amor se quiebra.
Presta alas a lo crudo y putrefacto.
Es el mar que deja en la orilla, seda de oriente,
sin nadie en la lejanía para marcar su huella.
Es el cristal callado de lo triste
que cae como rayo de jazmín en su fragancia,
sólo para hacernos volver a la ribera
de aquel deseo ardiente que nos derrumbó la vida.
Amor como el regocijo de la espina.
Amor como una rabia que se acaba.
Tenso las tiras de su cuerpo desgarrado.
Trepo. Giro. Me precipito.
El grito es una cueva de la tierra,
se desprenden las bestias de su lecho.
¿Dónde cayó el esqueleto de los dandeliones?,
¿los crocos, los narcisos y su verticalidad divina?
Narcisos que caen sobre la tierra y de la tierra resucitan.
Trepo. Giro. Me precipito.
Abro los ojos,
y la noche deja de producir su fruta deliciosa.
Y más amor como la nieve,
como la muerte de un ciervo perseguido.
Se tiende el amor en la espesura.
Sobre mi cuerpo ahora valle puro para el olvido de mí mismo.
Sobre nuestro cuello que será sajado.
Lava que surge desde el ombligo, lava de mis laderas desfiladas.
Cuántos trabajos en la noche para llegar a ti.
Tú, tan infame y silencioso.
Brívido temido.
Y con la noche que se eleva,
verte partir con el cuerpo iluminado.